Retazos de zafras (IX)

Por jueves, 21/agosto/2014 0 No tags Permalink 1

¡»Agaputo, mi sargento…»!

El despegue del nuevo núcleo poblacional de Las Puntillas, aglutinador del éxodo forzado de los aparceros de los Llanos de los Muñoces y de los barqueros Gando y Las Torrecillas, fue a mediados de la década de los sesenta y años siguientes realmente espectacular.

Surgió, si no un progreso propiamente dicho, si un desarrollismo a ultranza, favorecido por el abandono de los oficios tradicionales, que dependían de la suerte de la zafra, de los paupérrimos anticipos o de la suerte de los lances en un mar que también les estaba siendo acotado. Ahora llegaban perras frescas y constantes de los ajustes en la Intercasa, donde trabajaban desde la abuela hasta el nieto en edad escolar, a peseta y media la caja de tomates apartada y lista para transportar a la fábrica de Guanarteme; jornales de las compañías aeroportuarias, como Spantax y Aviaco y buenos duros, junto con nuevas costumbres, de los que habían decidido irse a trabajar al pujante Sur turístico. El barrio crecía de manera imparable y hasta el campo de fútbol del Doramas FC despareció invadido por nuevas construcciones que iban a cubrir el espacio abierto entre las calles Estévanez y Kant, entre aparceros y barqueros, aunque, como ya se ha escrito anteriormente, otros serán los oficios y ocupaciones de sus descendientes. La tipología de las viviendas  del nuevo barrio respondía al arquetipo de tres habitaciones de cuatro por cuatro en los catorce metros de frontis y, detrás, en pendiente, en la extensión que sobraba, había espacio suficiente para nuevas habitaciones, más pequeñas y techadas con cañas, sacos de esparto bañados con cal líquida y tierra de Zamora, que servían de cocina, baños y trasteros, quedando el solar para el gallinero, el pozo negro, la choza de las cabras y el chiquero del cochino.

Este detalle es curioso porque resalta la forma de vida y costumbres de la gente en apenas cinco o diez años y en apenas diez kilómetros de radio: mientras que las viviendas de barrios como Las Puntillas y limítrofes son terreras, de una sola planta, poco más al Sur, a partir de Carrizal y hasta Tasartico, surge otro tipo de construcción: el cajón o armatoste  rectangular o cuadrado-donde ya hay que buscarle espacio al nuevo compañero, el coche-, construido con bloques,  de tres plantas, raramente más, dadas las restricciones impuestas por el acercamiento a pista de los aviones que iban a Gando, bien a la pista militar o a la civil. Los vecinos suresteños pensaban en destinar la primera planta a algún negocio, propio o alquilado, como una tienda, un taller, una dulcería o un bar-este y no otro es el origen del espacio comercial a cielo abierto más grande de toda Canarias, cual sigue siendo la Avenida de Canarias de Vecindario-; la segunda planta a domicilio familiar y, la tercera, para cuando los hijos mayores salieran del cuartel y quisieran casarse y quedarse a vivir todos juntos, al punto que muchas familias, al igual que pasara en Las Puntillas con los barqueros,  llegaron por este sistema a constituir auténticas tribus, como los otros Nicolases, los Ortega, Los Sánchez, los Matos, los Ramírez, los Suárez etcétera.

Curiosamente, este tipo de construcción ofrecía una imagen tercermundista de la Isla a los nuevos visitantes, los turistas,  que nada más acercarse desde el aire a la pista, tras doblar la cota Dana en el Sur, observaban el extenso poblado de cajones del Sureste grancanario. Cuando Camilo Sánchez, alcalde santaluceño de la época y Miguel Ricarte, concejal de Hacienda y administrador de las pocas perras con la que contaba una Corporación supermayoritaria de corte asambleario y nacionalista que había venido con la democracia a sustituir a los alcaldes dedosignados del franquismo y a los balbuceos centristas de la transición, pusieron en marcha un plan para que los vecinos encalaran sus casas por fuera y las pintaran, pagando el Ayuntamiento la pintura y ayudando con la mano de obra, descubrieron asombrados que en la mayoría de las viviendas, los interiores eran de gran lujo, valorándose los inmuebles por parte de la Caja de Ahorros en varios millones de pesetas de las de entonces.

-No sé qué mentalidad tenían-recuerda hoy Miguel Ricarte-, pero lo cierto es que vimos cuartos de baño que no los tenían ni los nuevos hoteles de cinco estrellas del Sur. Lo curioso es que  no los usaban. Los tenían de vista, como aquel cuarto que había en toda vivienda que se preciara y al que llamaban «el recibidor», siempre limpio, bien amueblado, pero siempre vacío; si acaso se abría un par de veces al año, cuando llegaba alguna que otra visita. Otra cosa curiosa-sigue recordando Ricarte-, es que los más pudientes fueron siempre los más renuentes a gastarse las perras y encalar y pintar sus inmuebles, esperando para que el Ayuntamiento les pagase todo, teniendo también que llegar a pactos con los graffiteros, para que no fueran detrás de las cuadrillas emborronándolo todo, especialmente uno, al que nunca pudimos atrapar, que esperaba a que paredes de treinta o más metros estuvieran inmaculadamente blancas para venir él y escribir: «Te quiero, Manuela». Al final, hasta risa histérica nos daba a Camilo Sánchez y a todos los de la campaña de limpieza la cara dura e impunidad que consiguió el tipo.

Consolidado Las Puntillas como núcleo poblacional boyante, con tres tiendas, una carnicería, a la que venían los fines de semana los taxistas de Carrizal, Ingenio y Telde y los trabajadores de Gando a comer cuero y orejas de cochino asadas, cinco bares, una dulcería, barbería y hasta una industria de cartuchería, o sea, que había un vecino que hacía cartuchos de papel baso que luego repartía por todo el municipio, con lo que crió a una parva de chiquillos que cabían todos dentro de una cesta y que nunca tuvieron nombre, siendo para todos los hijos del cartuchero, muy pocos siguieron en la aparcería o en la pesca. De los peces de Gando, que iban a multiplicarse de forma bíblica al quedar cerrado el acceso al pueblo a las aguas de Gando, Las Torrecillas y Barranquillo del Salmón, con su bufadero y sus riscos preñados de unas lapas enormes que Pepe «El Tirilla», hermano de Nicolás «El Dulda» cogía a pulmón libre, valiéndose de una navaja y una cesta de malla, se aprovecharan los militares, los amigotes de pases especiales, que todavía hoy circulan, los Nicolases y Agapito Zacarías, el dueño del horno de cal que existía en la Montaña de Gando y que permitía a este hombre y a su esposa llevar un bien vivir, al punto que fueron los primeros en construir una especie de chalé adosado de dos plantas, único en su género en el urbanismo puntillero, aunque el horno al final terminó engullido por el ministerio o por vayan a saber quién.

Los barqueros se agrupaban por familias numerosas, constituyendo una especie de tribus que fabricaba juntos por sectores y, así, estaban los Vega, los Tatito, los Fulas, los Morrocoyos, los Caleteros, los Abuelo Quico, los otros Peña, los Talavera, los Nicolases., etcétera. Sucedió que un día estaban los Nicolases echando un lance en las aguas existentes entre la Punta de Gando y el Roque Grande de El Burrero, cuando vieron capotar y amerizar a un avión, que amenazaba con hundirse. Se trataba de un «Pedro», el avión militar que, junto a los viejos «Júnker», constituían el tesoro bélico aéreo de una España cuyo pueblo  empezaba a olvidarse de guerras, pero cuyos gobernantes  no se atrevían a desechar viejos recuerdos de la segunda contienda mundial que les habían llegado en forma de chatarra volandera por la vía del paternalismo yanqui. Los intrépidos Nicolases no se cortaron un pelo, se acercaron al lugar del impacto y tuvieron tiempo, arrestos y suerte para liberar sana y salva a toda la tripulación del aparato. Este gesto les valió el que el Ministerio del Aire les concediera un permiso especial-que todavía creo que les dura- para faenar dentro de la riquísima Bahía de Gando, donde los peces, aburridos, se amontonan jugando a las tres en raya.

Los aparceros construyeron a lo largo de la calle principal por donde discurría la C-812, de la que se habían retranqueado más de cinco metros por banda y banda, respetando las dos filas de tarajales que escoltaban a los coches que pasaban como tiros por la carretera de dos vías, la autopista de la época, donde iban a empezar a morir por exceso de velocidad muchos niños y mayores del barrio-entre ellos Jorge, nuestro hermano, el único rubio, cuya pérdida se llevó la alegría de la familia, la risa de mi madre y las ganas de vivir de mi padre-, hasta que se construyó el desvío actual que terminó por encajonar a Las Puntillas entre pistas: por el Norte, la de los coches y, por el Sur, las dos de los aviones, la civil y la militar. Ahora, por encima de la primera, se anuncia una tercera-por eso se ha expropiado Ojos de Garza-y también hay quién habla de que la próxima vía del futuro tren pasará por la parte sur del barrio, a la altura de donde hoy está la boyante industria de El Paso-2000 de mi amigo Pepín. A pesar de todo esto, los puntilleros, en asamblea abierta y decisiva, votaron por seguir viviendo ahí,  no ser expropiados y a que sus viviendas sean dotadas de todos los medios necesarios para aguantar el ruido y la polución que sufren en las actuales circunstancias. Con un par. No nos metemos en esa decisión, ellos viven allí y ellos han de ser los dueños de sus destinos. A nosotros la vida nos hizo volar hacia otros lares, más campestres, donde también tenemos de lo nuestro. Jauja no existe.

Volviendo a Agapito Zacarías, quizás el primer puntillero con posibles,   hay que resaltar que aún hoy es recordado, por su carácter bonancible, porque tuvo la decencia de que, aunque murió sin descendencia,  no dejar el chalé y algunas perrillas  a los curas, sino a una especie de sobrino que había criado junto a su esposa y porque tenía un sentido del humor que alegraba las pajarillas de una gente que lo medio admiraba, medio envidiaba, pero así va el mundo. Todavía, los más viejos de aquellos entonces recuerdan la anécdota favorita de Agapito, que él contaba como hecho real y vivido por él, pero que uno ha oído como chiste de Lepe o de gomeros más de mil veces.

Contaba Agapito, y para los que le oían era palabra de Dios, que poco antes de entrar en la mili, unos primos, ya veteranos que habían servido en la misma compañía a la que él iba destinado, le advirtieron que tuviera cuidado con el sargento Floriano, una mala bestia chusquera, antiguo legionario en Tánger, que cuando no estaba bebiendo una cerveza, estaba abriendo otra.

-Fíjate-le advertían-que le gusta mucho gritar a los reclutas que el ejército es cosa de hombres machos, hechos y derechos, varoniles y, hasta a la hora de presentarse hay que predicar con el ejemplo, por lo que amenaza con dejar sin huevos a quien él le pregunte por el nombre y conteste Juanito, Pepito o Robertito. Ni respetos, ni hostias-decían que decía-huevos y hombría es lo que hace falta en este país…

Fue la cosa, según la leyenda puntillera, que cuando llegó el día de presentarse ante Floriano, Agapito, hecho un flan, tenía ya su plan esbozado, todo antes que debutar en la vida castrense con cuatro jaquimazos y una semana metido en la prevención o en el calabozo.

-Yo estaba en una fila de reclutas larguísima-rememoraba Agapito para su inagotable audiencia-, cuando el sargento Floriano empezó a pedir a todos que se fueran identificando por el nombre, mientras él decía los dos apellidos. Así, cuando dijo González Suárez, saltó un chavalillo finito, medio de aquella manera y dijo: Juanito, mi sargento. El castañazo que le soltó en el tronco del oído decía Agapito que sé oyó en media Isla. Y, sucesivamente  fueron desfilando otros hasta que le llegó el turno a él. «Zacarias Uriarte. Nombre ya».

-«¡Agaputo, mi sargento…¡»-contestó el hornero, que hizo de esta anécdota una especie de blasón por la que siempre quiso ser recordado. Y por ella lo sigue siendo todavía en algunos, palabra.

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