Retazos de zafras XI

Por miércoles, 10/septiembre/2014 2 No tags Permalink 1

El vuelo sin motor

Surgido de forma súbita y casi prodigiosa, en menos de una década, el núcleo de Las Puntillas se consolida y no inicia su declinar hasta la última década del pasado siglo, cuando la autovía fue desviada por el norte y se cerró el acceso directo a Gando a través del barrio.

En su época de esplendor, con casi todos accediendo al coche y al frigorífico-dos signos de prosperidad- llegó a tener de todo, menos políticos, aunque eso hoy pueda parecer un milagro. Los padres de la patria municipal eran elegidos por tercios sindicales, familiares  y cercanos al agonizante régimen y todo eso estaba en el casco histórico de Ingenio, a la sombra de La Candelaria. En el barrio no conoceríamos a un alcalde hasta avanzados los setenta, cuando  el de entones, Francisco Sánchez, al que llamaban «Paco el de Lola», que trabajaba de administrativo en un almacén de plátanos cuyo dueño le nombró primer edil para tener el ganado controlado, nos mandó a llamar a Toni Ramírez, Ramón Pulido y a un servidor acusados de atentado contra los bienes públicos supramunicipales, que ya se iba la perra por las patas hacia abajo. Sucedió que en el barrio estábamos hartos de ver como los coches, que pasaban por la carretera a toda leche, sin respetar a personas ni animales, y hartos estábamos también de que ese alcalde y sus adláteres se pasaran por los tegumentos procreativos nuestros desesperados escritos solicitando se instalasen «guardias muertos» o algún otro sistema que hiciera reducir la velocidad a unos conductores que estaba claro eran casi todos auténticos homicidas. Así que, una noche, organizamos una «pulpiada» en El Barranquillo del Salmón, al lado de El Bufadero, cogimos una media docena de buenos ejemplares y un par de kilos de lapas y montamos una asadero delante de la barbería de mi padre, a la entrada sur del barrio. Los mayores y más acostumbrados a la guataca, abrieron una zanja en la carretera de asfalto, de tal manera que quedó un canal que llenamos de gasolina. Avanzada la madrugada, le pegamos fuego al canalillo y ordenamos la retirada. Al día siguiente la cola de coches por el norte llegaba al Aeropuerto y por el sur hasta donde hoy están las instalaciones de El Paso-2000. Nadie corría ya, es más, nadie podía circular, con lo cual, al menos durante un tiempo habíamos garantizado la seguridad de nuestra gente. La llamada del alcalde trajo aparejada una serie de admoniciones y recomendaciones para ser jóvenes de provecho y no andar por la vida quemando alquitrán ajeno. Le dijimos a todo que sí, nos sorprendió ver que estuviera leyendo una revista Play-boy masculina, rara especie en aquellos tiempos y lugares y le indicamos dónde se debían instalar los «guardias muertos».

Con avatares como este y otros, el barrio alcanzó su pujanza y ya, incluso, llegó a tener sus propios funcionarios, o sea, hijos del aluvión de aparceros y barqueros que entraban en la cosa pública a tener un trabajo seguro, sueldo fijo y alguna canonjía que otra, si llegaban a tiempo al pesebre, que estaba de cotidiano abarrotado. El primero de ellos fue Juanito Liria, que no procedía de estos dos segmentos de población y que cuidaba de la subestación de electricidad de una Unelco en ciernes que se las veían y se las deseaba para enviar energía al creciente Sur turístico. El otro era Navarro Picón, un peninsular que nunca fue godo, hombre raro, mecánico de aviones del Ejército del Aire y casado con Fefa, de una saga de barqueros. Navarrito, que así se le llamaba, andaba en moto con sidecar, con gafas de submarinista y gastaba, aparte del cinto, unos llamativos tirantes. Puso una de las primeras tiendas en el barrio y se trajo una mona a la que amarró en la azotea, de manera que se paseaba por el pretil para asombro de la chiquillería, que en un arrebato de originalidad la llamó «Chita», como la de Tarzán. Un día, en un comadreo con las vecinas del barrio, a Fefa se le escapó decir que Navarrito dormía en pelotas, lo que nos dejó a los chiquillos que lo oímos la creencia de que todos los hombres que usaban tirantes dormían en cueros y, por eso,  de día, se aseguraban doblemente de llevar bien sujetos unos calzones que solo tenían puestos  con luz.

El tercero de estos primeros funcionarios fue un ser excepcional, en el sentido que esta tierra tenía para dar criaturas de esta naturaleza. Juan Jiménez, «El Botana», en la época de nuestra historia, era un hombre cuarentón, de 1,75-1,80 metros de estatura, fuerte sin llegar a gordo, simpático hasta el hartazgo cuando estaba de buen humor, que solía ser casi siempre y peligroso como una tarántula cuando se encegaba y tiraba de la piña o de la «morrá», golpe dado con la frente impulsada por aquel cuello de  toro contra los rostros de quienes tuvieran la mala idea de desafiarle  a un pleito, cosa bastante corriente, por otra parte, dado que no había por aquellos pagos una fiesta popular o un jolgorio que no acabara al trompetazo limpio. Como todos sus vecinos, fueran aparceros o barqueros, Juan y su mujer, Lola, «La Cubana», llamada así por ser descendiente de emigrantes retornados, tenían un semillero de hijos y todos cabían dentro de una cesta de corte. Pese a su empleo como peón caminero en el Cabildo, a «El Botana» se le volvían los dedos huéspedes y siempre andaba a lo que caía de lo ajeno para engrosar sus  sueldo con algunos «caídos» cuya procedencia sólo conocía él.

-Juan-le decía mi padre, su mejor amigo, cuando se reunían en la barbería al acabar el día-, esconda esas manadas de chícharos moros que tiene al lado de la choza de los animales, que usted sabrá donde arrepañó, porque lo que nadie se va a creer es que eso nace aquí en los tomateros y no en los altos de Guía. Esa es hierba de cumbre, cristiano…

«El Botana», ahora que lo pienso, no tenía mala chacina, no era malo en el sentido que la gente le fue aplicando cuando se fueron prodigando sus hazañas. Por eso creo que el viejo mío tenía tecla con él. Es verdad que cuando perdía el mundo de vista o vislumbraba algo que le sobrara a otro, como solía decir, perdía el romeo, pero luego, al contarlo, era el primero en reírse y apiadarse de sus víctimas, aunque a éstas, lógicamente de poco les servían los arrepentimientos del aquel incansable titán.

Uno de los sucedidos más renombrados, que todavía hoy comentan los viejos del lugar y algunos de sus descendientes, tuvo como escenario los cultivos de tomateros de Valerón, situados en el centro del barrio y separados de éste por un muro y la choza de la cabras de Fefita la Vizcaína, una señora ya mayor, con muy malas pulgas y dueña de un cafetín que alegró las noches y tardes de los puntilleros hasta que la zona se llenó de bares más modernos y con julepe y  futbolines.

Nadie sabe a qué fue Juan a los cultivos, aunque todos sospecharon luego que, empedernido conquistador y amante de unas faldas, no tuviera algún encuentro pactado con alguna de las mujeres de la cuadrilla que en aquellos días procedía al deshijado de los tomateros en aquella zona. Lo cierto y verdad es que, estuviera haciendo lo que fuera, «El Botana» fue sorprendido y salió por patas. La pared de separación de barrio y cultivo no era un impedimento grande para él, acostumbrado a saltarla con manadas de millo al hombro. Saltó en un escorzo hasta casi artístico, pero no calculó que Fefita estaba debajo sacando a las gallinas al estercolero para que escarbaran en busca de  bichos, que siempre le da un sabor distinto al huevo. Aquel hombrón cayó con las piernas abiertas sobre la despatarrada anciana, que entró en un grito que jalonó la huida de Juan hacia la calle, atravesando la vivienda y el cerrado cafetín. Fefita no aireó mucho el incidente, pero se supo. Como se supo la inquina que Fefita le cogió a «El Botana» desde entonces, al punto que cuando lo metimos en la comisión de fiestas no le enviábamos a pedir para la colecta en la zona de influencia de la vieja, que había dado órdenes de que » A El Botana, ni agua, ni fiesta ni leche machanga».

-Oiga, Juan-le preguntaba mi padre, en la barbería, tras el incidente-,una curiosidad: si en el momento que usted estaba despatarrao encima de la vieja, también con las patas abiertas, llega a entrar  alguien el aquel solar, ¿qué le hubiese dicho para justificar esa foto?

-¿Qué le iba a decir?-contestaba Juan con una sonrisa pícara-, que me estaba tirando a la vieja porque si le cuento la verdad no me iba a creer…

El otro suceso que fue la comidilla del barrio durante mucho tiempo y el motivo que tuvo a Fulgencito, boyero de don Diego Ojeda, al borde de la cojera y todo escuadrilado durante años, tuvo como escenario la gañanía de esos cultivos, situada en la parte sur del barrio, lindando con la pista aeroportuaria, al lado de la subestación eléctrica, los almacenes, el estanque y las cuarterías. En pleno verano, «El Botana» sabía que, apoyadas en el muro- de unos dos metros y medio- que separaba a la gañanía de su propia casa-auténtico suplicio de Tántalo para alguien como él-, descansaban esperando por el apetito de los toros hermosas manadas de millo pajero, una planta de casi metro y medio que, ya seca, apenas arrojaba unos veinte kilos por manada. Fulgencito, que conocía, aparte de a sus toros, a las cabras que cuidaba, sabía que «El Botana» intentaría hacerse con algunas de aquellas hermosas manadas de millo. Hombre muy delgado, apenas de 1,60 metros, enteco, con músculos como cuerdas y de muy poco peso, decidió esconderse entre las manadas y así poder coger a Juan con las manos en la masa, para lo cual había dejado a dos de sus hijos escondidos en el techo del estanque con el fin de que luego le sirvieran de testigos ante la Guardia Civil, porque aquella vez, él iba a coger al hombre de mucho fecho que era «El Botana». Dicho y hecho. Apenas anocheció se acurrucó y escondió entre las dos manadas de millo situadas más al sur de la gañanía, justo frente al muro que las separaba de la casa de Juan. Por allí entró mi hombre al rato. Saltó como un gato y, encogido aún, calzó con el fecho que tenía por dos manadas, las apretó y, con el mismo impulso, las envió por encima del muro, al otro lado. En un momento determinado se oyó a un Fulgencito volador gritar:»¡Me cago en san Pedro! ¡La Virgen me ayude que este hijoputa me mata…¡», grito que sirvió para poner a «El Botana» en fuga y también a los dos hijos del boyero, que pudo llegar medio muerto a su casa para que lo estuvieran llevando a los esteleros y con baños de belladona durante años.

-¡Hombre del diablo!-le dijo mi padre al saberse la gravedad de los hechos, que eran la comidilla de todo el barrio- ¿cómo demonios no se dio cuenta de que Fulgencito estaba en medio de las manadas de millo cuando las echó por encima del muro?

-¿Quién coño iba a saber que el maldito viejo estaba allí metío? Yo sentí un rebullicio cuando abraqué las dos manadas, pero pensé que era un gato y, además, como dice Navarrito, que es mecánico de vuelo, ya estaba el viejo  en posición de no retorno…

-Pues, chiquito gato. Un poco más y lo deja tieso en el sitio. Ese hombre y su familia están muy enfadaos…

-Mire, mastro Manué-terminaba por explotar su vena humorística «El Botana»-si Fulgencito, su familia y todos los vecinos del barrio no fuéramos tan ignorantes, seríamos todos ricos con lo que ha pasado en la gañanía. Fulgencito ha inventado el vuelo sin motor, claro que con mi ayuda y con la de dos manadas de millo pajeros como alas. Con la pista del aeropuerto tan cerca y con tres ensayos más, a éste lo dejo yo volando como un Caravelle de Iberia y nosotros con una patente que usté verá que un día la sacan los americanos y nosotros aquí, viendo pasar los coches y despegar a los aviones…

2 comentarios
  • Chano Mendoza
    septiembre 14, 2014

    Que las ganas de escribir no decaigan, estimado Adolfo.
    Un abrazo.

  • Antonio Ramírez (Toni Ramírez)
    septiembre 15, 2014

    Hola Adolfo, enhorabuena por tu encuentro con tu «Macondo» del alma…

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