El crecimiento casi desmesurado del barrio a finales de la década de los sesenta puso de manifiesto que, si no en Las Puntillas, en la zona de Las Majoreras había que levantar otra unidad escolar, siendo la unitaria y mixta que atendía doña Candelaria Ramírez a todas luces insuficiente para atender el creciente censo escolar que surgía de las cuarterías, aunque, como se verá, la asistencia diaria a clase de los críos, sobre todo a raíz de la entrada en funcionamiento de la Intercasa, no era una de las preocupaciones primordiales de unos padres que se las veían negras para dar de comer a proles casi siempre de media docena de miembros hacia arriba, ya que, sentimentalismos aparte, procrear era agradable, gratis y, encima, proporcionaba mano de obra para los cultivos apenas pasaran siete u ocho años.
Las autoridades de la época hicieron caso al alcalde de entonces en Ingenio y creó otra unidad, ésta totalmente para niños, al lado de la ya existente, que llevaba con entrega y maestría doña Candelaria, cuyo nombre bendeciré mientras me quede un hálito de vida.
El probo funcionario proyectista de la época, que seguramente no consideró necesario estar yendo a Las Majoreras para saber que aquello se llamaba como se llamaba, puso en el proyecto que aquella era la escuela de Barrio Costa y así quedó para los restos, en los papeles, que en la vida a nadie se le ocurrió nunca llamarla así. El dotar al nuevo centro de maestro no debió constituir nunca un problema para las autoridades educativas, dado que casi siempre mandaba gente que estaba más para allá que para acá y con unas características que no respondían al tipo de enseñante que hacía falta en medio de los cultivos. Recuerdo a un tal don Luis, que se escaqueaba a las once de la mañana, con el pretexto de ir a desayunar al Carrizal y regresaba a la una, justo a la hora de repartir cuatro mamporros a voleo y dictar los deberes del día siguiente. A este se le fue la mano en el castigo a uno de los Peña y alguien le recomendó que no apareciera más por aquellos andurriales, si realmente quería que el cuello siguiera sujeto a su cabeza. Le sustituyó otro don Luis, inofensivo, que nos mandaba desde las nueve a la tienda de Falcón a comprar pan, pequeñas cantidades de mortadela, salchichón, jamonilla y queso y media botella de vino. Entonces se pasaba media mañana intentando hacer bocadillos de tantos piso como ingredientes tenía. Conseguir meterse aquello en la boca era una proeza que nos mantenía en vilo, pero siempre lo conseguía, aunque se hacía la pechera una pena. Terminado el ágape, nos leía un dictado y para casa. Finalmente recuerdo entre los exóticos a un tal don Juan que había estado en la Guerra Civil y le habían herido en la cabeza con metralla, de la que decía guardaba una porción debajo del cuero cabelludo, cerca del cerebro, por lo que no había que tocarlo. No era mal maestro mientras la metralla no le apretara. Cuando esto ocurría, cogía nuestro cuadernos y trataba de corregirlos mientras entonaba su eterna canción: «Eche usted guindas al pavo/que yo le echaré a la pava/zuquita, canela y clavo». Si le gustaba como le salía la canción ponía un nueve a toda la clase. Caso contrario había que hacer tres dictados, de los que era un obseso, gracias a lo cual nos familiarizamos con la ortografía y desterramos las faltas, logro que junto con el aprendizaje de las cuatro reglas y la obtención de una caligrafía pasable bastaba para justificar la estancia en el colegio y el poder aspirar a un empleo de chófer, encargado de almacén o listero. Eso, claro, si no surgía el milagro y don Tomás, el cura del Carrizal, no se llevaba alguno para la «Universidad de los Pobres», el Seminario, done estudiaron y se desarnaron hijos de aparceros como Carmelo Artiles, que llegó a senador y presidente del Cabildo de Gran Canaria y los santaluceños Camilo Sánchez Benítez y Silverio Matos Pérez, alcaldes que fueron los dos del municipio de Santa Lucía de Tirajana.
La escolarización plena duró poco tiempo en lo que el burócrata capitalino llamó Colegio Público de Barrio Costa. Justo lo que tardó en instalarse la Intercasa en la zona donde hoy está el Polígono Industrial de Las Majoreras. El trabajo aquí estaba al alcance de niños de cinco años hacia arriba y alguno de esa edad llegó a probarse ante los tableros, siquiera fuera para irse entrenando. Consistía el negocio en derramar en tableros colocados en tarimas de bloques los tomate que sobraban en los almacenes del Sur-Sureste para que el sol y el tiempo los madurasen. En ese proceso muchos tomates se pudrían y había que quitarlos con las manos, coger los buenos y quitarles la flor y meterlos en cajas que se llevaban a la fábrica que Vicente Calderón tenía en Guanarteme y de donde salía la mermelada y la conserva con la que nos hacían nuestras madres los bocadillos para desayunos, meriendas y cenas. Todo sabía a tomate.
La caja de tomates desfloriados y limpios se pagaba a 1,50 pesetas la unidad, lo que permitía que un chiquillo de siete a diez años hiciera trabajando de sol a sol veinte cajas, como mínimo. Seis duros que venían como agua de mayo a sus familias. En algunos casos, como los de Matildita, la viuda, y los Pacheco, con seis o siete miembros trabajando sin tino ni descanso en la Intercasa, se sacaban sueldos semanales que en los tomateros no se veían ni a final de zafra, por muy buena que hubiera sido.
Así las cosas, a los chiquillos se les quitaba del colegio o no se les dejaba ir, se le echaba la culpa al destino y se aprovechaba una mano de obra que empezaba ser rentable apenas caminaba, para que se asombren nuestros jóvenes con el trabajo de los niños esclavos. Muchos de sus abuelos lo fueron en esa época, en esos cultivos y en aquella Intercasa.
La milagrosa intervención de doña Candelaria Ramírez, que por lo visto dedujo que un servidor tenía algo más que pelos en la cabeza, hizo que mis padres me dejaran ir por las tardes a clases particulares con ella, después de coger muy temprano la comida de las cabras y pasar el resto del día en la Intercasa, llenando cajas de tomates.
Las enciclopedias «Santiago Álvarez, 1º Y 2º grado» pasaron del papel al cerebro en apenas un año. Quería saberlo todo, aprenderlo-y aprehenderlo- todo. A los trece años entendía que tenía que salir de aquel Macondo cerrado, verlo desde fuera y prepararme para no pasarme la vida encorvado sobre los surcos. Y, así, un día llegó mi padre medio asfixiado a la Intercasa, con un coche alquilado y me dijo que teníamos que estar en apenas una hora en el Instituto Laboral de Telde, donde me iban a examinar para la posible concesión de una beca rural y el correspondiente ingreso en el instituto. Doña Candelaria había organizado todo el papeleo y allí me veo yo, en un aula repleta de aspirantes a las becas y sin sitio para poder sentarme a hacer el examen. En la única mesa del aula estaba sentado un profesor que tuvo la gentileza de dejarme el sitio para que pudiera cumplir con mi tarea. Era don Virgilio Díez Puebla, que luego sería uno de mis profesores preferidos y al que tuve ocasión de rendirle homenaje y dedicarle unas palabras a su memoria, hace poco, con motivo de descubrirse una calle con su nombre en la Hoya de San Juan, en Telde.
A las pocas semanas llegó la carta salvadora: había sacado un sobresaliente en el examen y, por lo tanto, el Estado me concedía una beca de 10.800 pesetas. Adiós a los surcos, siempre y cuando mantuviera la beca hasta el final. Ese fue el trato con mis padres, aparte de que por las tardes seguía apartando tomates en la Intercasa. Se estudiaba por la noche a la luz de una vela o del carburo, pero no importaba. Lo importante era que se podía volar y volver, ver desde dentro y desde fuera. Retratar ese mundo, con el paso del tiempo y hacer justicia a tantos y tantas que dieron su vida en el verdín del tomate, en los tableros, en las redes de la mar, en el maldito asfalto. En eso estamos, pero queden hasta aquí estos retazos, trozos de historia y vida de ese particular Macondo que sobrevive ignorando su rica y variada historia y su papel en lo que significó la zafra del tomate para la Isla.
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